Dirigirse al baño, sentarse y descargar, luego hacer uso del publicitado papel blanco. La acción puede repetirse algunas veces en el día, de manera mecánica, a veces de forma apresurada. El problema es que la suciedad persiste, se mantiene como testigo de nuestros desechos, de lo comido y lo sufrido, de las preocupaciones y demonios, de los miedos y secretos. Lo que se arroja en el baño es bastante más que el resultado de lo que ingresó por la boca.

El alimento se degrada al interior del cuerpo por efecto de los jugos gástricos, de la acidez que lo devora todo, que conjuga aciertos y errores, rencor y éxtasis, pena y lujuria.

Nos han hecho creer que el papel es más fuerte que la materia fecal en el duelo rutinario de la higiene. Nada más falso. La mierda se adhiere a la piel, a los pelos, aunque sea de un modo imperceptible a la vista. No basta con tirar la cadena, eso sería quedarse corto. El verdadero profesional de la limpieza- el revolucionario higiénico, el delincuente de elite, el moralista funcional- usa el bidet. Porque sabe que el peligro no está en el acto, sino en el rastro.

El papel sirve para eliminar el exceso de deposiciones, es el primer paso para lograr un aseo completo. El proceso se completa en el bidet, con agua y jabón. Solo de esa manera se elimina toda la suciedad y podemos regresar al circuito de la vida sin arrastrar nuestra inmundicia, sin acarrear lo que sobra.

La teoría del “bidet”

El bidet es más que un objeto, es un símbolo, una manera de estar en el mundo. No hace falta encender el agua de la ducha para lograr una higienización completa de las zonas comprometidas en el acto simbólico, natural y necesario de expulsar del cuerpo el producto inservible de la digestión diaria. El bidet aporta frescura, limpieza verdadera. Elimina los parásitos que insisten en ensuciar el día, la vida.

La historia está llena de bidets ideológicos; discursos limpios, biografías editadas, militancias con detergente. También de aquellos que se limpian con tanto esmero, que acaban convencidos de que nunca hicieron nada, o que se creen limpios por haberse dado un baño de corrección política o redactado un informe con papel reciclado, pero que no pasaron por el bidet. En ese espejismo se construyen carreras, movimientos políticos y sentencias judiciales.

Levantan banderas con la suciedad a cuestas, malolientes, bajo la inocencia de sentirse portadores de una verdad revelada, de una épica, de un legado; creyendo en la lógica del crimen sin castigo, del encubrimiento elegante, como aquel que se indigna en público, pero deja sus fecas flotando en privado, bien escondidas, bien perfumadas. Yerran, hay que limpiar todo aquello que deja huella de nuestro paso, especialmente cuando hemos sembrado en falso, cuando lo obrado huele mal o deja un indicio, una estela, aires de nuestra esencia pecadora.

El papel soporta palabras y algunas manchas, nos confunde con un ideal de pureza, cuando la verdad es que la mierda no desaparece. Se seca, se acumula, fermenta en los rincones del alma, e incluso a veces, cuando se institucionaliza, muta hasta transformarse en epígrafe de reconciliación.

Si te agarran sucio es el final

La teoría del bidet debiese ser materia obligada en el manual del buen político, del delincuente consumado, que suele trabajar sobre seguro. Apunta a la idea de borrar las escenas donde se ha intervenido, aun cuando parecieran inmaculadas. A veces queda un rastro en lugares imposibles, impensados. Hitler, por ejemplo, intentó aplicar la teoría del bidet.

Quiso arrasar con un pueblo para que no quedase huella de su marca genética. Erró rotundamente, la sangre siempre asoma, se reproduce a poco andar, cobra más fuerza en el infortunio, revalida ciertos derechos y reclama un lugar. La teoría del bidet funciona para otros escenarios. Para planear una revolución, por ejemplo.

La revolución se refuerza en algunos motivos, da lo mismo cuáles, lo importante es tener respaldo en el mundo de las ideas y que las mismas permeen en el inconsciente colectivo. Luego se van borrando las pistas, se ocultan las razones esenciales. Siempre se trata de una lucha por el poder, pero eso no puede aparecer en la primera línea del discurso, se esconde, se disfraza. Se lavan las manos corruptas para ofrecerlas transparentes y en alto, como lo haría un santo.

Esta teoría- grotesca, sucia- es apenas una escena marginal en la historia de estos tiempos. Los detalles, el conocimiento que le sirve de marco, están a la vista en el itinerario de informes, glosarios de paz, promesas millonarias, en la dura ley del consenso. En miles de páginas enjuagadas una y otra vez porque es un imperativo estar limpio: si te agarran sucio es el final, la mancha persiste, es imborrable y te acompañará a cada minuto, ni el tiempo te podrá salvar de esa mierda imperecedera, de las moscas que van a sobrevolar alrededor de tu cabeza y te quitarán el sueño, la creatividad, la imagen, la vida tal como alguna vez la concebiste.