Faltando menos de un año para el fin del gobierno, aún se escuchan propuestas que podrían impactar negativamente nuestra imagen internacional.
Hubo un tiempo —entre fines de la década de los 80 y comienzos de siglo— en que a los chilenos nos preocupaba la imagen internacional del país. Al inicio, esa preocupación se refería a la percepción que existía en el extranjero sobre el proceso político que culminó con el fin del régimen militar y la recuperación de nuestra institucionalidad democrática.
Durante esa coyuntura, el “proceso chileno” despertaba interés en el mundo e incluso sirvió de referente para otras experiencias, como el tránsito del apartheid a la democratización de Sudáfrica.
Una segunda preocupación tenía que ver con la apreciación que, más allá de nuestras fronteras, se hacía de los primeros logros económicos del país, y de los cambios que un incipiente “chorreo” generaba entre “las clases medias”.
La consolidación de la democracia y los resultados positivos del “modelo exportador” transformaron a Chile en un referente apreciado, una suerte de ejemplo de cómo la “economía de mercado” y globalización podían conducir desde el subdesarrollo a la prosperidad.
Fue una “época dorada”, en la que las empresas chilenas acompañaban una política exterior de “regionalismo abierto”, que vía acuerdos internacionales perseguía una inserción balanceada en la economía mundial. Mientras el PGB chileno crecía de forma sostenida, una positiva imagen del país se expandía por todos los continentes.
El fin de la belle époque
El fin de aquella época puede buscarse en los inicios del gobierno Bachelet 1, quizás en “la revolución de los pingüinos” (2006), que reveló que para muchos el modelo no chorreaba hasta la base. Mientras una parte del país se consideraba huérfana del progreso, la otra se empeñaba en exhibir públicamente sus logros.
El reclamo por el acceso a la educación de calidad fue entonces la punta de un iceberg extenso y profundo, que avaló una creciente intervención estatal acompañada de tasas cada vez menores de crecimiento económico. Paulatinamente, Chile dejó de ser “un jaguar”.
El país se convirtió en una sociedad esencialmente aspiracional, en la que muchos parecían obsesionados con exhibir logros económicos, generando -incluso a nivel familiar- una versión criolla del modelo anglosajón que divide el mundo entre winners y loosers.
Chile comenzó a partirse en dos: aquellos que consideraban que el desarrollo estaba cerca, y aquellos para quienes esa afirmación no tenía base en la realidad. Según estos últimos, una característica del modelo era la de producir inequidad. Quizás con los breves interregnos del rescate de “los 33” y los efímeros triunfos futbolísticos de 2015 y 2016, progresivamente los chilenos nos dividimos en facciones. El mundo tomó nota de esta nueva realidad.
Aun así, autoconvencidos de que Chile era “admirado internacionalmente”, sucesivos gobiernos practicaron políticas de imagen centradas en el acceso a “cargos internacionales”, grandes eventos y cumbres, especialmente si tales reuniones podían celebrarse en el país. En estas el objetivo parecía reducirse a la presidencia de la reunión y/o la correspondiente “foto de familia” con líderes mundiales.
El estallido social de 2019, terminó por visualizar nuestras contradicciones y debilidades estructurales, y agotó el formato de la belle époque.
País en problemas
Con o sin “intervención extranjera”, el desenfreno de 2019 (con su componente de vandalismo recreativo que recuerda la utopía herética de Fray Dulcino relatada por Humberto Ecco), llevó durante semanas a los teléfonos celulares y a los televisores del mundo el lado B del milagro chileno.
El bochorno del traslado obligado de la “Cumbre del Clima” (COP25) a Madrid terminó por darle una estocada al prestigio internacional de Chile.
El correcto manejo de la pandemia del COVID-19 devolvió algo de prestigio, el cual rápidamente se desvaneció en el experimento de “refundación” al cual gobierno se empeñó vía una nueva Constitución que atomizaba al país en “naciones”.
Políticos, académicos y medios de comunicación extranjeros con conocimiento de la historia política del país, interpretaron que el rechazo al proyecto refundacional del gobierno de Gabriel Boric ilustraba cómo nuestro país tenía serios problemas de identidad. El rechazo, en menos de un año, a un segundo proyecto constitucional les confirmó en esa apreciación.
Mientras esto ocurría, la política exterior chilena se redujo a cierta agenda “turquesa”, cuyo contenido y alcances nunca estuvieron claros. Presionada por una serie de errores no forzados (incluida una parodia de cooperación policial con el régimen chavista, que concluyó en el quiebre de la relación bilateral), el gobierno actual practicó enseguida una política de bajo perfil, sin explicar errores, matizada por esporádicas intervenciones para relativizar circunstancias originadas en las emociones del Presidente (animadversión a Donald Trump y un evidente antisemitismo).
Sin agenda, hoy nuestra acción exterior se reduce al ritual de las “agendas con antelación”, y a servir de “botiquín de primeros auxilios” para morigerar el impacto de declaraciones presidenciales y escándalos varios.
Este es el trasfondo en el cual se puede entender el desgaste que, sobre todo en los últimos cinco años, ha sufrido la imagen internacional de Chile.
Desde la consolidación del crimen organizado en nuestro suelo, al problema que ilustra el robo del “reloj John Wick” (y la repatriación de chilenos desde Estados Unidos), es evidente que la imagen de Chile no es la de fines de 1990.
Sin reflejos
A pesar de la evidencia acumulada durante años, a la política chilena le costó asumir que el problema de la inmigración no era un mero asunto económico-social, sino que un vehículo que organizaciones criminales muy poderosas utilizaban (con frecuencia con ayuda de organismos locales) para extender sus redes y áreas de influencia. Estas redes se asentaron en nuestras ciudades y nuestros puertos, y no es descartable que en algún momento terminen por entorpecer la aplicación de acuerdos internacionales de principal importancia para nuestra economía. El impacto sobre nuestra imagen internacional sería incalculable.
La política y la diplomacia chilena no entendieron a tiempo que -junto con los grandes escándalos de corrupción que involucraron a familiares de jefes de Estado, políticos, jueces e, incluso, mandos de las FFAA y las policías- el crimen organizado afectaría nuestra imagen y nuestro prestigio en el mundo. De nada sirve presidir la Comisión de Derechos Humanos, si el Tren de Aragua y la narcoguerrilla colombiana ya “tienen embajadas en Chile”.
La política y la Cancillería tampoco entendieron que el turismo delictual, practicado por clanes e incluso familias de lanzas internacionales, terminaría por afectar la percepción de “país distinto”, que antes justificó que Estados Unidos y la Unión Europea dieran trato especial a los pasaportes chilenos. El origen del problema de la Visa Waiver es antiguo y conocido.
Cónsules chilenos confirmarán que, en discotecas, metros y otros lugares públicos de muchas ciudades europeas, desde hace tiempo grupos de criminales chilenos son conocidos para las policías. Aun así, parte del espectro político criollo se opuso a una mayor cooperación con Interpol. El costo de tal necedad está a la vista.
El tiempo que queda
Faltando menos de un año para el fin del gobierno, aún se escuchan propuestas que podrían impactar negativamente nuestra imagen internacional.
A pesar del sistemático olvido y abandono al que, desde el terremoto de 1985, fue sometido Valparaíso, el gobierno lo ha propuesto como “sede del Tratado de Alta Mar”. Para eso ha pasado por alto que compañías de cruceros han desviado sus operaciones a San Antonio, y que muchas embajadas aconsejan a sus nacionales no visitar la ciudad (suciedad y delincuencia).
En las actuales condiciones ¿Es realista exponer a nuestro querido puerto a un bochorno de marca mayor?
Paralelamente, algunos intentan catalizar la discusión sobre nuestra eventual adhesión al grupo BRICS, que —como quedó ilustrado en la reciente reunión China-CELAC— parece más un instrumento de la agenda geoestratégica china. Diversos analistas ya han observado que en este grupo “las democracias representativas están en minoría”, mientras que, si se considera la teocracia iraní, “los regímenes autoritarios son mayoría”. Como “asociados”, Bielorrusia (minion ruso) y Cuba completan una fórmula evidentemente antioccidental.
Si este es el actual perfil de los BRICS, resultante de la disminución de la influencia del Brasil luego de la ampliación de la instancia ¿Está en el interés de Chile unirse a una “cumbre” identificada como adversaria de Occidente?
Es claro que la imagen internacional del país se ha deteriorado y que, per se, revertir ese deterioro representa un desafío de política exterior para el próximo gobierno.
Por lo mismo, para evitar errores no forzados de último minuto, no estaría de más que —junto con ocuparse de la “permisología” impuesta por el “ambientalismo salvaje” a la inversión extranjera— los actuales candidatos presidenciales comenzaran a preocuparse de esta materia.
Les importe o no, la imagen internacional de un país es relevante. En nuestro caso -en un escenario mundial que para los próximos años se observa muy complejo- debería constituir un factor principal de la ecuación del próximo gobierno.